Arropada con el taladro de secadores,
de risas forzadas
y de un si Dios quiere,
invento un silencio
y escribo.
Mi guerra,
indomable serpiente desbocada, harta,
se agota en el calor de la tarde y a ratos llora.
¡Ay, maldito verdugo que pisas las sombras,
que cierras mis ojos
y me subyugas al pasado!
¡Quién pudiese lavar tu dolor!
¡Quién aprendiese la enseñanza!
Y mientras soy mojada por un rocío fijador,
me maquillo la sonrisa;
salgo a la calle y pienso:
¿Qué hay, amor,
entre la vida y la muerte?
Dímelo, que hoy…
solo tengo llanto.
Àngels Orad
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